jueves, 30 de octubre de 2008

Motorokr Fest 2008

Apenas el viernes anterior me había enterado de la noticia: The Flaming Lips se estaría presentado en el Motorokr Fest 2008. El medio, internet; el motivo, el ocio. Actuarían el sábado en el Distrito Federal y el domingo en Guadalajara. Sin pensarlo dos veces, me decidí a lanzarme para el segundo de los lugares mencionados, pues además la banda de Oklahoma compartía cartel con Nine Inch Nails (NIN) y los Stone Temple Pilots, entre otros grupos.

Inmediatamente contacté a mi amigo David, para invitarlo. Lo convencí de acompañarme, después de cierta insistencia que tuve que aplicar dado que él no conocía mucho -o nada- de los platos fuertes del evento, los Flaming Lips y NIN. En fin, nos pusimos de acuerdo y el domingo 19 de los corrientes, por la mañana, partimos hacia la ciudad de Guadalajara; sólo él y yo, pues minutos antes de ir por ella, su novia, Diana, que horas antes se había sumado al plan, declinó de último momento.

Llegamos a la Perla de Occidente y rápidamente ubicamos el lugar del toquín. Después de buscar por alrededor de 20 minutos lugar dónde estacionarnos (nos fuimos en el carro de David), decidí mejor qudarme en la larga fila que se hacía a las afueras de la Explanada López Mateos, sede del concierto, haciendo cola y viendo otras tantas -que en Guadalajara sí que pululan, y de la mejor calidad-, mientras mi acompañante buscaba dónde dejar el automotor, empresa ésta harto difícil en una ciudad como la que nos recibía, conocida es la calaña de muchas de las personas oriundas, que las orilla indefectiblemente a tratar de joder al próximo, máxime, pobre de él, ya se chingó, si es fuereño. Pues total que nos formamos y así estuvimos al rededor de un par de horas, hasta que a las dos de la tarde se dejó a los impacientes fanáticos -en su mayoría adolescentes- vulnerar la entrada del recinto.


Los grupos que integraban el cartel: Nine Inch Nails (acto principal), Stone Temple Pilots, The Flaming Lips (acto más chingón), The Kooks, Paramore, Los Búnkers, y un largo etcétera de grupos francamente prescindibles. Había dos escenarios: el negro, para los grupos chidos, y el naranja, para los grupos equis. En el primero se habían de presentar las agrupaciones citadas y en otro las demás. La dinámica del asunto era pasar de un escenario al otro, mientras se preparaba para iniciar su actuación el siguiente grupo en un lapso de media hora o 45 minutos.

Abrió el festival un dueto llamado Yukozon o Yokudson, yo qué sé, que tocaba algo así como heavy metal tradicional. Se presentaron en el escenario naranja y se desempeñaron bastante bien, de manera muy efectiva, sobre todo el baterista (era él y el guitarrista/cantante), que, ah, cómo le pegaba con madres a los parches, y ah, cómo se alucinaba el cabrón, agitando su cebosa cabellera y mostrando su no menos grasoso dorso. Tocaron como 25 minutos y cumplieron. Después siguió en el mismo tapanco Le Baron, un grupo cuya única característica rescatable era la inclusión en sus filas de una riquísima güerita que tocaba las teclas (no las suyas propias, para desgracia de los jariosos espectadores) en un injustificado pero bastante disfrutable outfit consistente en unas mallas negras y un topsito plata, ceñidos de manera tal a su cuerpecito que exaltaban sus notables cualidades pélvicas, mamarias y glúteas. Por lo demás, el grupo resultaba de una profunda hueva.

Ni siquiera esperamos a que terminaran su performance, cuando decidimos mejor comparecer al escenario negro, donde acto seguido habrían de tocar los chilenos de Los Búnkers. Presencié su show con ciertas reservas, puesto que ya me había tocado escuchar alguna canción suya (una que dice: "...llueve sobre la ciudad porque te fuiste...") y los concebía como un grupo ñoño, cursi y algo mamón. Pero hasta eso tocaron de manera tirándole a aceptable, aunque siguieron sin convencerme.



Les sucedieron los gringos de Paramore, banda que actualmente se encuentra muy de moda entre el público prepúber, pues aparece con cierta frecuencia en el decadente canal de televisión MTV. Ellos tocan una especie de punk ruidosón rebajado, muy pero muy rebajado, o pop-punk (que me suena a contrasentido, pero en fin) o happy punk, qué sé yo, una mamada de ésas, como para niñas de primero de secundaria que apenas comienzan a asomar incipientes teticas de perra (Gabriel García Márquez dixit). Sin embargo, y quizás por la gran afluencia de adolescentes en el evento, lograron que el personal realmente se prendiera y comenzara a echar su desmadrito. Ah, y en este punto no puedo dejar de mencionar la anécdota de un don que, vaya a saber Dios por qué, andaba ahí en el concierto, entre la bola de chavos que lo presenciaban: cuando empezaba a dejarse escuchar Paramore, empezó un aventadero y aplastadero en todas direcciones, a lo bestia, y el señor, de unos 48 o 50 años de edad, todo histérico, ansioso y desesperado, agarraba a unos y a otros y les exigía que no lo empujaran, mientras que del otro lado le llegaba algún otro mancebo para igualmente proyectarlo contra los demás asistentes, y luego otro y otro, valiéndoles madre a todos el aprieto por el que atravesaba el desafortunado hombre. No, pobre güey, lo traían al pedo. Y en eso estaba yo, cínico y ojete como siempre, haciendo escarnio de la desgracia del prójimo, cuando a David y a mí nos tocó sufrir asimismo las de Caín y nos llego el fuerte apretujadero a diestra y siniestra. Mejor nos fuimos más para atracito, que para trajines como ésos ya no estábamos.

Sin pena ni gloria, aunque también lograron conectar con la banda (¿sería más bien que los fans reunidos se prendían con cualquier pendejada? Bien dicen que el que no conoce a Dios, a cualquier santo se le hinca), pasó el siguiente grupo: The Kooks. De ellos tenía una alta expectativa, dada su procedencia británica. Mas realmente me decepcionaron, pues resultó ser un grupo bastante menor, plano e inocuo, sin chiste; después de todo sacaron lo inglés, solo que en su más mamón y aburrido aspecto. El cantante parecía un niño bien sacado de la más fresa preparatoria londinense, o bien de la versión británica de la novela de Rebelde. Total que fue un bocado difícil de tragar, no por su complejidad sino por su insipidez. Para esto, ya ni regresamos al escenario naranja, sino que nos instalamos de lleno en el negro, para agarrar buenos lugares ahora que venían las presentaciones mayores del festival.

Así las cosas, llegó por fin el momento esperadísimo (al menos por mí): la presentación de The Flaming Lips. Habíamos logrado posicionarnos en un buen sitio, afortunadamente; aunque claro no faltaban las viejas maleducadas y valemadristas que con el prurito de frotar su insaciable feminidad contra algo duro y carnoso, se subían a los hombros de su hombre y no dejaban ver el espectáculo a los desdichados que quedaban atrás de ellas. Mientras se preparaba la sonorización del grupo, su vocalista, el extravagante Wayne Coyne, salía al escenario, saludaba al público y bromeaba con él (definitivamente a ese tipo le encanta llamar la atención).




Minutos después, lo que yo esperaba pues había visto en televisión una presentación en vivo del grupo, con música de fondo interpretada al efecto por el grupo que ya se encontraba listo, salió el el cantante introducido en una gran burbuja de plástico, y así se fue caminando -o rodando- entre el público que se encontraba adyacente al escenario, quien, participando de la puntada, lo condujo de allá para acá. Desafortunadamente, no llegó a donde estábamos y regresó al escenario. Esto ya estaba comenzando y anticipaba lo que sería un gran show. De repente, por ambos lados del escenario, comenzaron a salir botargas de los Teletubbies, franqueándolo. Volaron algunas serpentinas y confeti, lanzadas por un tubito (bueno, no sé cómo decirle a eso) de manos del propio Coyne.






Segundos después, empezó el viaje. Sonaron las primeras notas del gran tema The Race for the Prize, el riff introductorio y recurrente en distintos pasajes de la canción, al tiempo que de lugares estratégicos del escenario salían disparadas cantidades copiosas de confeti anaranjado y amarillo, serpentinas y globos, y que la pantalla LED que estaba a sus espaldas mostraba imágenes coloridas y psicodélicas. Ese solo instante, ese momento de conjunción audiovisual y sensitiva, fue el clímax, para mí, de todo el festival. Una especie de alegría nostálgica por vivencias que ni siquiera recuerdo sino que solo siento, o que no he tendio, sobre sensasiones jamás experimentadas, tremendamente exacerbada, casi cinestésica, me hizo su presa. Teletubbies bailaban, luz, parafernalia, sonido, todo me estremeció en su fusión al punto de llevarme a una conmoción indescriptible, a una fascinación desmedida por la vida y los pequeños momentos que la conforman. Fue algo hermoso e irrepetible; un orgasmo emocional, una sacudida; la más inefable y sublime sensación que haya vivido en mucho tiempo. No sé si todo ello debió a la gran expectativa que yo tenía respecto al grupo, y la verdad prefiero no explicármelo, no entenderlo nunca; de hecho, su grandeza radica justamente en su índole inescrutable, ininteligible, irracional; la memoria es la única operación mental válida para aplicar a la experiencia. Caray, quién sabe cuál habría sido la magnitud de la sensación bajo la caleidoscópica influencia del ácido lisérgico dietilamida.




David, que había ignorado la música del grupo hasta ese momento, no tuvo otras palabras que decir más que: "No mames, ca', qué chingón tocan estos güeyes". Temas clásicos como The yeah yeah yeah song y Fight test siguieron en la lista, para dar paso después a una minimalista versión de Yoshimi battles the pink robots pt.1, que la mayoría de los presentes coreamos de principio a fin. El show cumplía, y aun viéndolo todavía no podía creer que lo estuviera presenciando. Después, vino la magnífica y psicodélica Pompeii am Götterdämmerung, en la que el desenfadado Wayne Coyne hizo uso de un gong rodeado de luces, que cada vez que era impactado, éstas brillaban en circulos multicolor. Siguieron otros temas que no he escuchado (sólo tengo los tres últimos discos del grupo), y la canción de The W. A. N. D.



Todos escuchamos complacidos, pero faltaba un clásico imprescindible. Lo pedían aquí y allá, durante todo el concierto. Alguno gritó, sin la menor ortodoxia, "du yu rialain, du yu rialain", y pues ni quién entendiera qué trató decir. Pero sus clamores y los de los demás espectadores fueron atendidos, y comenzó a sonar, a manos de Coyne, la guitarra electroacústica que durante todo el show había permanecido quieta, expectante, sobre su atril, que después supimos que sólo había estado ahí para conducir la armonía del maravilloso tema con el que la banda concluiría su actuación: Do You Realize??


Otra vez, pero ya de noche y con un efecto cercano al que produjo al abrir el concierto The Race for the Prize, brillaron luces explosivas, volaron globos y confeti, y el personal se desquició. Era la canción perfecta para cerrar, y satisfizo con creces las expectativas generadas a su alrededor. Ciertamente algunos otros grandes temas quedaron fuera del show, pero era imposible incluirlos a todos en los 60 minutos que se concedió al grupo para mostrar su música. Particularmente me quedé con ganas de escuchar dos, si bien era muy difícil que lo llegaran a tocar: The Supreme Being Teaches Spiderman How to be in Love, de banda sonora de Spiderman 3, y el cover del clásico de Queen, Bohemian Rhapsody. El grupo agradece, hace reverencias, se retira, mientras que de este lado del escenario nos recuperamos de la experiencia y regresamos al vacío de la normalidad, al fin que la felicidad no dura para siempre. El gasto, la vuelta, el trato con la predominante chuzmita gandalla tapatía, habían valido la pena: vivimos la experiencia del show de los pinches Flaming Lips, cabrones.


El grupo que seguía en el cartel era Stone Temple Pilots. Debo confesar que estaba predispuesto a recibir la acutación de esta banda con algunos prejuicios (que si el cantante es medio fantoche, que si le hace mucho a la mamada, que si el grupo se quedó estancado en el grunge, que si la acusación antañera de que eran un vil fusil de Pearl Jam es legítima...); empero, decidí hacerlos a un lado y tratar de disfrutar el concierto. Y la verdad fue que el grupo logró una actuación bastante decorosa, incluso efectiva, además de que la gente les respondió, ciegamente, de una forma por demás sorprendente. ¿Farol el Scott Weiland? Pues sí. ¿Que ese bailecito mamuco que hacía qué? La neta, eso qué. Pero bueno, no puede pedírsele peras al olmo, chis al ano, ni mucho menos caca al pirrín. Con todo, insisto, tocaron bien y no me aburrieron, que ya es mucho que decir. Como era el segundo grupo en importancia -según un criterio al que no le hallo explicación-, pudo tocar durante una hora y veinte minutos. Terminaron. Ese pequeño bajón concluía para dar paso a otra excelsa presentación.

Nine Inch Nails. Eran como las diez y cuarto de la noche, cuando apareció el legendario grupo de culto del señor Trent Reznor, genio noventero equiparable a los Cobain, a los Corgan, a los Yorke. Todo fue claro entonces: las pantallas LED y demás instrumentos iluminadores que operaban en el escenario habían sido concebidos y dispuestos al servicio de los oscuros designios de Reznor. Durante el performance subían y bajaban las pantallas LED, y en ellas se hacían proyecciones que se comportaban de acuerdo a la música que en el momento se interpretaba; otras veces, la pantalla frontal fungía como una especie de reja o red en que los esbirros de Reznor expresaban sus sublimes delirios sonoros, orquestados por su síniestramente sabia mano. Algo realmente notable en términos de expresión audiovisual; un verdadero malviaje de estruendo y oscuridad, muestra del talento sin par de Trent Reznor.



Había bastantes fans que se veía que solamente habían asistido al festival para ver la presentación de este grupo, pues apenas hubo empezado a tocar, aquello se llenó de almas, más que con cualquier otra agrupación, debo admitirlo. Dos horas, dos, duró la inigualable experiencia sonora y visual; lástima que ya para entonces estábamos bastante mermados después de haber estado parados por más de 10 horas y que tal vez esa circunstancia nos haya impedido disfrutar del grandioso concierto. El set que interpretó el grupo fue desde la sádica Closer, cuyos coros fueron secundados por los abyectos cánticos del público al grito de: "I wanna fuck you like an animal"; pasando por la desenfrenada March of the pigs, la grandiosa Piggy y la magnifica The big come down. En su mayoría, los temas que escurrieron por los altavoces pertenecían a los discos With Teeth, Year Zero, Ghosts I-IV y The slip, que son los últimos cuatro discos editados por el grupo; reconozco mi ignorancia sobre estos materiales, ya que le perdí la pista a NIN desde el disco de The Fragile; empero, supe que se trataba de temas de esos álbumes por los comentarios que hacían algunos de los espectadores, quienes sí eran fanáticos de la banda.



Todo funcionó a la perfección. Todo cuadró. La banda de Trent Reznor fue la que mejor sonorización tuvo, esto es, la que sonó mejor en términos de ecualización, pues al parecer todo estaba dispuesto para su presentación y los demás grupos tenían que adaptarse a esa circunstancia. A todo momento, el espectáculo sorprendía y complacía. Nos llevamos un muy grato sabor de boca, que nos dejó una grandísima banda, ya clásica, que vino a estos confines de jodidez y marginación para que viéramos lo que es amar a Dios en tierra de indios. Totalmente molidos, pero muy satisfechos, nos retiramos del lugar.



Todo valió la pena y, al menos yo, repetiría sin vacilar la experiencia de Nine Inch Nails, pero sobre todo la de los Flaming Lips.

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